La reencarnación es el renacimiento, el descenso del alma humana a sucesivos cuerpos físicos. Cada ser deberá pasar por muchas vidas, volviendo a la tierra una y otra vez y habitando, en cada ocasión, en diferente cuerpo terrenal, de acuerdo con la Ley de Karma, según la cual cada uno cosecha lo que hubiere sembrado en previas vidas.
Significado y objeto de la reencarnación
Por lo que hace a la etimología de la palabra (re, otra vez, in, en caro-carnis, carne) reencarnar significa “repetidas entradas en envolturas carnales o físicas” e implica la existencia de algo relativamente permanente que entra en algo relativamente impermanente. El hombre es una inteligencia espiritual revestida de cuerpos de materia. Esa inteligencia, que debe desplegar todos sus poderes y divinas capacidades, se desarrolla por descensos hacia la tosca materia, ascendiendo después con los resultados de las experiencias así obtenidas. Es el Ego, es decir, el quinto principio, Manas (actividad), con los dos principios superiores, Buddhi (Sabiduría) y Atmá (Voluntad), que toma diferentes cuerpos, si bien su residencia natural son las regiones más elevadas y espirituales. Aun no manifiesta la divinidad y debe aprender a dominar la materia mediante largas experiencias y muchas lecciones. En cuanto ha sido asimilada la experiencia de una vida, regresa a la tierra por otra vida a fin de progresar más.
Los hechos no se alteran por nuestro desagrado de la existencia o por falta de comprensión del propósito de la misma. Si en el mundo fuesen desconocidos los pesares y la aflicción, ¿acaso no sería un cruel sufrimiento el abandonar esta tierra de bienaventuranzas a la hora de la muerte, y no sería, entonces, bienvenida la reencarnación? Por tanto, lo que desagrada no es la reencarnación sino las pruebas y sufrimientos de la vida terrenal. Pero las dificultades y pesares nos traen experiencia, nos enseñan algunas de las más grandes lecciones de la vida y nos compelen a desarrollar poderes que, de otra manera, jamás entrarían en actividad. Según se explicará, nosotros cosechamos lo que sembramos; sufrimos en la presente vida a causa de errores en las pasadas; y nadie más que nosotros mismos puede causarnos sufrimiento.
El olvido de las vidas pasadas.
Una persona puede sufrir enfermedades, ignorando las condiciones bajo las cuales sembró en su cuerpo los gérmenes de aquellas; pero la recta secuela de causa y efecto no se altera por su ignorancia. En el Universo no existe tal absurdo de un efecto sin una causa responsable.
Por otra parte, el olvido de los errores no destruye sus consecuencias, así como, el no recordar las buenas acciones, no impide al hombre gozar del fruto de las mismas.
De hecho el hombre real, el Ego, no olvida sus malas acciones. El Ego que creó el Karma cosecha el Karma.
En primer lugar, anotemos el hecho de que olvidamos de nuestra vida actual más de lo que recordamos. No recordamos cuando aprendimos a leer, pero el hecho de que podamos leer demuestra el aprendizaje. Evitamos que el fuego nos queme, pero no recordamos la ocasión particular en que por primera vez nos quemamos y aprendimos la lección. Además, estos acontecimientos no están por completo olvidados; se hallan sumergidos, no destruidos, y pueden ser extraídos de las profundidades de la memoria, pueden ser recobrados del subconsciente de una persona si se la pone en trance mesmérico. Si este olvido es un hecho, tratándose de experiencias por las que pasamos en nuestro cuerpo actual, ¿cómo esperar que nuestro cerebro actual recuerde experiencias en las que ni él ni el cuerpo tuvieron participación alguna? Nuestros cuerpos causal y superiores permanecen con nosotros a través de toda la serie de encarnaciones, pero los cuerpos físico, astral y mental se desintegran tras cada encarnación; y cuando al iniciar una nueva existencia nos recubrimos de tres cuerpos mortales, estos nuevos cuerpos reciben, de la inteligencia espiritual que reencarna, no las experiencias detalladas del pasado, sino las cualidades, tendencias y capacidades obtenidas de aquellas experiencias; y nuestra conciencia, nuestra respuesta instintiva a los llamados emocionales e intelectuales, nuestro asentimiento a principios fundamentales de bien y mal, son vestigios de pasadas experiencias.
¿Qué son las facultades innatas si no un recuerdo inconsciente de asuntos bien dominados en el pasado? Y aquí tenemos una prueba de la exactitud de la idea de Platón, acerca de que todo conocimiento es una reminiscencia. Habiendo aprendido bien alguna ciencia, por ejemplo las Matemáticas, en esta vida, y habiéndola olvidado durante años, podemos aprenderlas de nuevo rápidamente, puesto que no sería más que repasar un asunto bien conocido. De igual manera, cuando comprendemos y aplicamos prontamente una filosofía, o cuando llegamos a dominar un arte sin mucho estudio, la memoria de las vidas pasadas está allí en acción aunque los hechos del aprendizaje se hayan olvidado. Y así sucede que una persona que hubo estudiado Ocultismo en una vida anterior, y llega a ponerse en contacto con la Teosofía en esta vida, la acepta inmediatamente, como quien reanuda una antigua relación, y hace rápidos progresos; en tanto que otra que por vez primera la estudia en esta vida no adelanta gran cosa.
Por otra parte, el recuerdo de vidas pasadas se manifiesta, en ocasiones, en niños que tienen fugaces visiones de su vida anterior y que rememoran algunas veces muchos detalles, especialmente si perecieron de muerte violenta en su última encarnación. Sin duda alguna tal recuerdo se puede lograr, pero ello requiere firme esfuerzo y prolongada meditación para controlar la siempre inquieta mente y tornarla sensitiva y fiel al llamado del Espíritu manifestado como un Ego, único que almacena todos los recuerdos del pasado; entonces se recuerdan las escenas de anteriores vidas, se reconocen los antiguos amigos, se ven los antiguos lazos. El hecho es que el Ego ha pasado por todos esos eventos y, en el mundo célico, después de la muerte, ha elaborado, de sus experiencias, facultades y carácter, intelecto y conciencia. Pero solamente cuando un hombre alcance la memoria del Ego y llegue a unificarse con él conscientemente, podrá recordarlo todo en su nuevo cerebro.
Ningún cerebro puede conservar con todos sus detalles el recuerdo de acontecimientos de numerosas vidas pasadas, y aunque pudiese, siendo meros detalles, no valdrían la pena de ser tomados en consideración por quien tiene que actuar bajo el acicate del momento.
La reencarnación y las leyes de la herencia.
Al suministrar cuerpos físicos, los padres estampan en ellos su marca de fábrica, y así, las moléculas del cuerpecito infantil traen consigo el hábito de vibrar de cierto modo definido. De esta manera es como se trasmiten al niño las enfermedades hereditarias, así como las pequeñas manías o extravagancias.
Pero la transmisión de semejanzas y peculiaridades mentales y morales es verdadera hasta cierto límite y nunca hasta la extensión que se supone. Los padres suministran los átomos físicos así como los etéreos, y los elementos kámicos, los cuales, actuando sobre las moléculas del cerebro, confieren al niño las características pasionales de los padres, modificando en parte las manifestaciones del ego del niño. Si bien la Reencarnación admite todas estas influencias paternales en la criatura, va más lejos al afirmar que existe una acción del ego por completo independiente, la tendencia inherente a su naturaleza, dando así una explicación plena de las diferencias lo mismo que de las semejanzas. La herencia puede explicar solamente las semejanzas y no las diferenciaciones.
Además, si bien la ley de herencia explica la evolución de los cuerpos, no arroja luz sobre la evolución de la inteligencia y de la conciencia, y las últimas deducciones demuestran que las cualidades adquiridas no son trasmisibles y que el genio a menudo es estéril.
Hay circunstancias de peso, que se oponen a la Ley de Herencia y que son fácilmente explicadas por la Reencarnación, como los siguientes casos que demuestran lo inadecuado de influencias meramente hereditarias:
1.-Hijos de los mismos padres que no son igualmente inteligentes ni de las mismas tendencias morales.
2.-Comparando las vidas de los gemelos se observa que dos individuos nacidos bajo condiciones precisamente idénticas y teniendo exactamente la misma herencia, a menudo difieren grandemente en lo físico, en intelecto y en carácter.
3.-Las grandes diferencias de carácter y de inteligencia que pueden existir entre padre e hijo a pesar de su parecido físico.
4.-El nacimiento de genios en circunstancias humildes y hasta vulgares, lo que irrefutablemente prueba que el alma individual sobrepasa las sujeciones del nacimiento físico.
5.-Hijos mediocres nacen de padres muy cultos, lo que demuestra la falta de adaptación de la influencia hereditaria en las capacidades y poderes mentales y morales.
6.-Hijos perversos que nacen de padres santificados.
7.-Hijos santificados que nacen de padres disolutos.
8.-Grandes genios morales como el Buda, Zoroastro, Jesús, etc., cuyo nacimiento no puede ser explicado por la herencia.
9.-Instintos musicales o tendencias artísticas en un hermano, mientras el otro ni siquiera tiene una elemental noción del Arte.
Todos estos casos pueden ser explicados satisfactoria y fácilmente por la reencarnación.
Necesidad lógica, científica y moral para la reencarnación.
Necesidad lógica de la reencarnación
La reencarnación es una necesidad lógica ya que sin ella, sin nada que satisfaga la razón, la vida sería un desesperante enigma.
¿Hay algún propósito para nuestra vida entre la cuna y la tumba? ¿Nos preparamos de alguna manera a nosotros mismos, o no, para la vida después de la muerte? Si existe una vida de bienaventuranza allende la tumba, debe merecerse de algún modo, ya sea por resistir a la tentación o por un positivo bien obrar. Si se requiere un esfuerzo para ganar la vida celestial, ¿cómo explicar el caso de una criatura que muere en la infancia sin haber tenido oportunidad de hacerlo? Se diría que ella, no habiendo causado mal alguno, entra luego al cielo. En tal caso parece duro para otros tener que pasar una larga vida de tentaciones y peligros, corriendo el riesgo de ir por último al infierno; por lo cual, si aquello fuese así, la plegaria de las madres debería ser, no que su recién nacido viva y crezca, sino que muera inmediatamente. Ahora bien, si el resultado fuere el mismo, esto es, si llegaren al cielo tanto la criatura que perece en la infancia, cuanto el hombre bueno que alcanza una vejez madura, entonces la vida es una especie de trampa, peor que inútil, ya que está llena de miseria y dolor innecesario. Por otra parte, si la vida celestial debiera lograrse por el esfuerzo individual, habría que dar iguales oportunidades a todos. Pero vemos que no es así, puesto que todos nacen diferentes, con distintos poderes, capacidades y oportunidades, en medio de circunstancias y ambientes diversos, uno como salvaje, o criminal congénito, en tanto que otros vienen dotados de buenas tendencias y favorables oportunidades. Ni podría esperarse poco de uno y mucho de otro, pues ello equivaldría a admitir que esta vida es innecesaria y que es justo que el uno deba llevar aquí una vida de ignorancia y sufrimiento, y el otro una vida de goce o de refinamiento, y sin embargo cosechar ambos el mismo resultado. Ni bastaría afirmar que el primero recibirá una recompensa mayor en el cielo, a causa de sus mayores dificultades aquí; pues entonces podría el otro exigir para él, también, una oportunidad semejante a fin de alcanzar la mayor exaltación posible.
Todos estos problemas parecen de difícil solución, a no ser por la teoría de la reencarnación que todo lo vuelve inteligible.
Además, si la reencarnación no fuere un hecho, ¿qué objeto tendrían las cualidades que con tanto esfuerzo y dificultad adquirimos aún en una sola vida? Un hombre revela mayor sabiduría cuando llega a su vejez, pero muere en cuanto es de mayor utilidad y valer; si acaso se salvase o condenase irremisiblemente sería llevado a mundos en los cuales habría de ser inútil para siempre aquel conocimiento adquirido a fuerza de tantas y variadas experiencias; de ser así, toda la vida humana carecería de razón de ser. Pero la reencarnación explica que el ser humano renace con aquellas cualidades ya formando parte de su carácter, por lo cual nada se perdió. Por consiguiente, mientras más se aplican los puntos de mira lógicos y razonables, más inevitable parece ser la reencarnación.
Necesidad científica de la reencarnación
Hay dos grandes doctrinas acerca de la evolución que se puede decir dividen al mundo científico. La primera es la enseñanza evolucionista de Charles Darwin; la segunda es la más moderna enseñanza de Weissman. Ambas doctrinas, importantes como son, requieren la enseñanza de la reencarnación para complementarlas; pues en ambas surgen ciertas cuestiones que solamente la reencarnación puede resolver.
Considerando la enseñanza evolucionista de Darwin a la luz más amplia posible, se presentan dos grandes puntos relacionados con el progreso de la inteligencia y la moralidad. Primero, la idea de que las cualidades son trasmitidas por los padres a la progenie y que por la acumulada fuerza de tal transmisión se desarrolla la inteligencia y la moralidad. A medida que la especie humana avanza paso tras paso, los resultados de su ascensión son transmitidos a su progenie, la cual, empezando por decirlo así desde la plataforma edificada por el pasado, es capaz de ascender más en el presente y trasmitir a su posteridad, ya enriquecido, el legado que recibiera.
En segundo lugar, a la par que esto, aparece la doctrina del conflicto, esto es, de aquello que se llama “la supervivencia del más apto”; de cualidades que capacitan a uno para sobrevivir y, por tal supervivencia, transmitir a la progenie aquellas cualidades que le confieran ventajas para la lucha por la existencia.
Ahora bien, estos dos puntos capitales, la transmisión de cualidades de padres a la progenie, y la supervivencia del más apto en la lucha por la existencia, son dos de los problemas que difícilmente se solucionan desde el ordinario punto de mira Darviniano. En efecto, por lo que hace al segundo punto ¿cómo evolucionan las cualidades morales y sociales? Seguramente que no a causa de la lucha por la existencia. Las cualidades que son humanas por excelencia, a saber, la compasión, el amor, la simpatía, el sacrificio del fuerte para la protección del débil, la disposición de dar uno su vida por el provecho de otros, son las cualidades que reconocemos como genuinamente humanas en contraposición a las que compartimos con los brutos. Mientras más cualidades de aquellas se manifiestan en el hombre, más humano se le considera. Pero, quienes se sacrifican a sí mismos, mueren. ¿Cómo podremos explicar el crecimiento, en el hombre, del espíritu de auto-sacrificio, el aumento continuo de cualidades tan divinas que incapacitan al ser para la “lucha por la vida”?
Quienes hayan estudiado las obras de Darwin saben que esta cuestión no se dilucida allí por completo: más bien se la evade que definirla. La reencarnación nos da la respuesta; en la vida interminable ya sea del animal o del hombre, el auto-sacrificio hace surgir en el carácter un nuevo poder, una nueva vida, una fortaleza compelente, la cual reaparece para bien del mundo, una vez y otra, en manifestaciones más y más elevadas; si bien la forma de la madre perece, el alma de la madre sobrevive y vuelve a la tierra de tiempo en tiempo; quienes han poseído tales almas de madre se entrenaron primero en el reino de los brutos y luego en el de los humanos, de tal suerte que lo ganado por el alma al tiempo del sacrificio del cuerpo, reaparece al reencarnarse el alma para bendición y exaltación del mundo. Y así cada mártir que muere por la verdad, cada héroe que sacrifica su vida por su país, cada médico que pierda la existencia en lucha contra alguna terrible enfermedad, cada madre que se inmola por su criatura, vuelven a la tierra mejorados por el sacrificio, con aquella noble cualidad entretejida en la propia naturaleza de su alma, y cosechan los resultados del auto-sacrificio en un mayor poder para ayudar al mundo.
Ahora, por lo que hace al primer punto, es decir, la transmisión de cualidades, Weissmann ha establecido dos hechos fundamentales; primero, la continuidad de la vida física (y ya se verá que, para ser completa, necesita la continuidad de vida intelectual y moral). La razón para esto, según la línea seguida por Weissmann, es su segundo hecho fundamental, el de que las cualidades mentales y morales y otras que se adquieren no son transferidas a la progenie, que solamente podrían serlo en caso de haberse elaborado lentamente y por grados en la propia contextura del cuerpo físico de los descendientes. No siendo transmisibles las cualidades mentales y morales, ¿dónde radicaría la razón para el progreso humano a menos que, lado a lado con la continuidad del protoplasma, tuviéramos la continuidad de un alma en desarrollo evolutivo?
Tal continuidad de alma en evolución es también necesaria porque, paralela a la misma teoría, y respaldada, como lo está, por los hechos observados, encontramos que mientras más fino es el organismo, mayor es su tendencia a la esterilidad o hacia una gran limitación en el número de descendientes. De hecho, es ya un aforismo entre los científicos que “el genio es estéril” significándose con ello, en primer lugar, que un ser genial no tiende a aumentar la raza y, en segundo lugar, que, aunque el hombre de genio tenga un hijo, éste no demuestra poseer la cualidades del genio, generalmente es un ser ordinario y hasta con tendencias a actuar por bajo el nivel medio de sus tiempos.
Hay dos tipos especiales de genio: el del intelecto puro o de la virtud. Y el del arte. Este requiere la cooperación del cuerpo físico. Poco o nada exige el primero de la herencia física; pero no podríamos tener un gran genio musical a menos que llevase aparejado un cuerpo físico especializado con su delicada organización nerviosa, la finura de su tacto y la agudeza de su oído. Estos factores físicos se requieren a fin de que el genio musical pueda expresar su más elevada fase; ahí precisa la cooperación de la herencia física. Cuando leemos la biografía de un genio musical generalmente encontramos que nació en el seno de una familia de músicos; que durante dos o tres generaciones antes de la aparición del gran genio, la familia en la cual nació se había distinguido por su talento musical; y que, cuando el genio aparece, el talento musical muere y la familia se esfuma en el marco ordinario de la gente vulgar. La floración de la familia es el genio; pero este no transmite su genio a la posteridad.
Ahora bien, estos problemas y enigmas de la herencia encuentran su explicación razonable en la enseñanza de la Reencarnación. Un genio musical necesita un cuerpo especializado que nazca en una familia musical bajo las leyes de herencia; pero, como ya se explicó, tal ley surte efectos sólo para el cuerpo físico, pues el carácter mental y moral no es transmisible. Y no viene el genio al mundo creado repentinamente por Dios, o como un mero juego de la naturaleza o a resultas de algún afortunado accidente; viene por las cualidades que gradualmente ha desarrollado luchando en el pasado. En la base de la escala humana de progreso está el ínfimo salvaje; en la cima de tal escala se hallan el más grande santo y el más noble intelecto, genios lentamente creados por grados, producidos a fuerza de innumerables luchas, por sus fracasos y sus victorias, por lo malo y por lo bueno. Los males del pasado son las gradas por las cuales asciende el hombre hasta la virtud, de tal modo que, aun en el más degradado criminal contemplamos la promesa de la divinidad. También él ascenderá hasta donde se halla el santo y en todos los hijos de los hombres Dios se revelará al fin.
Esto explica por qué debe haber progresado el hombre, aunque tenga razón Weissmann al decir que las cualidades adquiridas no son transmisibles; pues esta cualidades mentales y morales no constituyen un don del padre: son los trofeos de victoria duramente ganados por el alma individual, y cada alma vuelve a nuevo nacimiento en un cuerpo nuevo, con los resultados de sus vidas anteriores como base de su trabajo para la presente.
Y así, la reencarnación con sus lecciones en la evolución de la vida, llena los vacíos que deja la teoría científica y hace comprensible el progreso del carácter y de la inteligencia paralelamente al de la evolución de la forma.
Necesidad moral de la reencarnación.
Este es el argumento más poderoso para la reencarnación ya que, de otra manera, no podría haber Justicia Divina ni amor en este universo. Ya se ha demostrado que las otras dos posibles explicaciones para las desigualdades humanas, a saber, la herencia y la creación especial, carecen de razón. Un ser nace deforme, el otro es un atleta. ¿Por qué? Uno es idiota de nacimiento, el otro un genio dotado de brillantes poderes intelectuales; uno magnánimo, el otro avaro y mezquino. ¿Por qué? Si Dios es autor de tales diferencias, ello implica injusticia y desesperanza irremediable. Nace un alma en algún arrabal, de una meretriz y de un borracho; de niño nada aprende sino crímenes y maldiciones, se le obliga a robar para alimentarse, nada sabe de bondad o de amor; de hombre se convierte en criminal consuetudinario hasta que algún día, en estado de ebriedad, acomete a un semejante suyo y lo mata. Se envía a la horca. ¿A dónde irá después de la muerte? Para el cielo es demasiado pecador, en tanto que no sería justo enviarlo al infierno, puesto que no tuvo una sola oportunidad de regeneración en toda su vida. Nace otra alma en el seno de una familia refinada y es cuidadosamente criada por sus amorosos padres. Se le impulsa a la virtud y se le da esmerada educación. Durante toda su vida recibe homenajes y elogios hasta por cosas que no hizo, y muere después de una existencia llena de utilidad y de gloria. ¿Qué hizo para merecer todo esto? Si cada una hubiere sido producto de una creación especial, con un cielo o un infierno sempiternos subsiguientes a la muerte, ¿dónde estaría la Divina Justicia? ¿Acaso no tendría derecho el criminal para reclamarle a dios, ¿por qué me hiciste así?
Pero la reencarnación restaura la justicia a Dios y el poder al hombre y explica que el criminal es un alma joven aún, no desarrollada, un salvaje que ha aparecido en la corriente evolutiva, con posterioridad a otra alma de más experiencia, con muchas vidas tras de sí; que ambos son el resultado de su pasado y que las diferencias entre ellos sólo son de edad y crecimiento.
La filosofía de la Reencarnación es más antigua que la más remota antigüedad atribuida al mundo, puesto que es el corolario indispensable de la inmortalidad del alma. La Reencarnación se menciona en las grandes epopeyas de los hindúes como un hecho innegable en el cual se basa la moralidad. Indiscutiblemente los egipcios enseñaban esta doctrina y su concepto de ella, conforme la interpretación sacerdotal, se muestra en el clásico “Libro de los Muertos”, una de sus principales Escrituras, que describe la ruta seguida por el alma después de la muerte, copia del cual se depositaba en cada ataúd. En la antigua fe persa, apenas se la percibe en los escritos hoy existentes del “Avestá”, cuya mayor parte se perdió irremisiblemente, si bien hay un pasaje en el “Vandidád” (el más ortodoxo de los libros Zoroastrianos) que se refiere a la doctrina de la transmigración de la vida animal. El Buda la enseñó constantemente, hablando de sus anteriores nacimientos. Entre los remanentes de las antiguas razas del continente americano, esparcidos aquí y allá, se encuentra ocasionalmente dicha creencia como por ejemplo, entre los indios Zuni. Los hebreos de hoy parece que no aceptan la reencarnación, si bien se alude a ella en la Kábala, pues la creencia que antaño se tenía de ella, surge en esta o aquella página de dicha obra. En la “Sabiduría de Salomón” se afirma que el nacer en un cuerpo sin lacra era la recompensa de “ser bueno”. Algunos pocos millares de quienes son reconocidos como cristianos creen ahora en ella, si bien el sistema cristiano actual la rechaza, por más que el Cristo la aceptó cuando dijo a sus discípulos que Juan el Bautista era Elías. Orígenes, el más instruido de todos los Santos Padres Cristianos, declaró que “Cada hombre recibe un cuerpo de acuerdo con sus merecimientos y sus previas acciones”. Los Sufíes Mahometanos también sostienen tal creencia.
Factores que determinan el nacimiento de un ser.
Hay tres factores principales:
El primero es la Ley de Evolución que impulsa al hombre hacia circunstancias dentro de las cuales pueda él desarrollar más fácilmente las cualidades que necesita. Cada ser tiene que llegar a la perfección por el desarrollo de todas las divinas posibilidades que se hallan latentes en él; pues el objeto de todo el esquema es este desarrollo. Para tal propósito se le guía precisamente a aquella raza o subraza que, mediante sus condiciones y ambiente, sea la más adecuada para desarrollar dentro de él las cualidades especiales que le falten.
Pero la acción de esta Ley se halla limitada por la Ley del Karma, o sea la ley de Causa y Efecto. Si un hombre ha creado karma para sí, que le produzca limitaciones, tendrá que avanzar sin las mejores oportunidades posibles y contentarse con las que hubiere a su derredor. En tal caso nuestras propias acciones pasadas son las que restringen el libre juego de la ley de Evolución.
El tercer factor que limita aún más la acción de la Ley de Evolución es la influencia del grupo de Egos con los cuales haya él formado fuertes lazos de afecto o de odio en vidas anteriores. Su relación con tales egos, a quienes tendrá que encontrar debido a sus anteriores conexiones, es un factor importante, que actúa para bien o para mal en la determinación de su nacimiento próximo.
Por supuesto, es filosóficamente cierto decir que un hombre consigue siempre las mejores oportunidades, ya que obtiene las condiciones más apropiadas para su imperfecto carácter, las necesarias para quitarle defectos. Es lo mismo que en las escuelas, donde no podemos dar a un alumno muy joven el mejor libro de texto, porque no lo podría comprender ni aprovecharse del mismo, por ser enseñanzas muy elevadas para él.